Cada cierto tiempo Antonia prendía una vela. No lo
hacía por falta de energía eléctrica, aunque esa con frecuencia
faltaba, lo hacía porque querría ver el baile de la llama, el juego
de las sombras y la iluminación de otra manera. La luz de la vela
obligaba a los que querrían aprovecharla acercarse más. Se
acercaban a la luz y los unos a los otros. La llama que bailaba
iluminaba sus rostros y se reflejaba en sus ojos, en algunas
ocasiones devolviendo aquella ilusión infantil ya olvidada. Las
sombras bailarinas quitaban la seriedad a sus orgullos inflados. La
soberbia y la lejanía se derretían como la cera, dejando al calor y
a la luz la última palabra. Entre las oscuridades una pequeña vela
hace la diferencia y no solo para una persona que la prende sino para
todos los que se quieren acercar a ella. Nosotros podemos ser como
velas, dando un poco de luz al mundo que nos rodea.
Feliz jueves de velas encendidas.
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