Las
competiciones le daban alergia. Nunca buscaba destacar. Los cercanos
le tachaban de cobarde. Le decían que no tenía ambiciones, que no
tenía honor. Siempre frente a sus ojos se presentaba a los mejores
como una mantra repetían sus nombres y él… en la sombra.
Disfrutaba los logros de sus amigos y familiares, aplaudía cada
éxito, pero más que todo eso apreciaba la paz de los amaneceres
cuando todo es todavía posible y las atardeceres cuando lo que podía
suceder ya sucedió o no porque lo dejamos pasar. No quería ser el
primero, quería ser bueno en lo que hacía, dar todo de sus talentos
y capacidades, pero encima de todo quería ser feliz. Solo en la paz
y solo dentro de si mismo podía sentir la felicidad. Ésta no le
llegaba ni con diplomas, ni con premios, ni con los reconocimientos.
La paz interior nunca es frustrante y no es apta a la competición, simplemente se
vive y se comparte.
Feliz sábado
sin competir.

No hay comentarios:
Publicar un comentario